Escribo esta crónica de urgencia en el día en el que, según diferentes medios, la banda terrorista y asesina ETA anunciará su disolución, después de 59 años de sangre y plomo, asesinatos, extorsiones, atentados, fruto todo ello de un fanatismo que se llevó por delante la vida de unas 850 personas, dejando viudas, huérfanos, familias destrozadas en el camino. Ante esta disolución, y de que algunos asesinos pasen a ser considerados en poco tiempo “respetables ciudadanos integrados en la sociedad”, deseo aportar mi experiencia sobre el tema etarra ofreciendo información sobre unos asuntos que me tocó vivir profesionalmente de forma tangencial. Son datos para un informe, para que no se olvide, datos que están ahí, sucedieron, me tocó vivirlos profesionalmente y de los que doy fe.
Tras el asesinato en el año 1984 del senador socialista y parlamentario vasco Enrique Casas a manos de los Comandos Autónomos Anticapitalistas, una escisión de ETA, el sindicato UGT, en cuyo Gabinete de Prensa trabajaba como periodista, decidió trasladar la fiesta del Primero de Mayo al País Vasco para intentar levantar un poco la moral a los socialistas vascos, que estaban hundidos y amenazados por los terroristas. Eran tiempos aquellos en los que el PSOE y la UGT eran dos organizaciones hermanas, venidas del mismo tronco socialista, y cualquier ayuda venía bien, era de agradecer.
Cuando acabó la fiesta, y en los bares del casco viejo de Bilbao estábamos tomando unos vinos -txikitos-, y en la conversación con algunos jóvenes vascos una chica me vino a insinuar el desprecio que sentía por todo lo ajeno a Euskadi, y que en su opinión no valía lo mismo la vida de unos que la de otros, sobre todo si eran guardias civiles. Eso, después de habernos desplazado desde Madrid en autobús, trabajado duro en las casetas, dado todo lo posible para que la fiesta resultase amena. Fue tal el desprecio que sentí por todo aquello, por el ambiente reinante, que dejé Bilbao con ganas de no volver.
Tanto, que he tardado 33 años en hacerlo. En este sentido, volví al País Vasco a finales del pasado año, y afortunadamente la cosa ha cambiado, creo que para bien. San Sebastián es una ciudad magnífica, no se nota como antes el ambiente abertzale de rechazo a lo ajeno, y Bilbao, aquella ciudad fea y anquilosada de viejos altos hornos de los años ochenta es hoy otra cosa. Sobre todo, porque el Museo Guggenheim la ha puesto en el mundo, que falta le hacía.
La segunda experiencia que me tocó vivir de forma tangencial en lo relativo a la banda asesina ETA fue en Madrid, trabajando en los años ochenta cerca de un sindicalista de primer orden de cuyo nombre no debo acordarme. Han pasado muchos años, y ahora puedo contarlo, y decir que aquel hombre estaba amenazado por ETA; era una víctima potencial más, a la que se podía matar en cualquier momento, y sobre todo en Madrid, como sucedió con tantos otros, convirtiendo a nuestra maravillosa ciudad en un charco de sangre.
Conociendo como conocía de cerca a aquel sindicalista, trabajando con él día a día, siempre me pregunté cómo era posible que un hombre de su honestidad, que fue extrañado a las Hurdes extremeñas por el Régimen franquista como castigo por ser simplemente un sindicalista socialista defensor de los trabajadores, un hombre que dedicó la mayor parte de su vida a la defensa de la clase trabajadora, austero como el que más, y además siendo vasco, pudiera estar amenazado por una banda terrorista que sembraba la muerte por doquier.
En aquella cale donde el sindicato tenía la sede estaban presentes todo el día los guardaespaldas puestos por el Gobierno para proteger la vida del sindicalista. Al terminar la jornada, y cuando el chófer salía del garaje, en la acera de enfrente permanecían atentos a cualquier movimiento sospechoso… Junto a ello, el chófer me confesaría con el tiempo un par de secretos: en primer lugar, que él iba armado, con una pistola pegada a la axila, y ya se había hecho unos 300.000 kilómetros. Por otra parte, siempre que subían de Madrid al País Vasco llevaban una matrícula distinta a la original, “camuflada”, impuesta obligatoriamente por seguridad.
Ahora puede parecer, sobre todo a las jóvenes generaciones que no lo han conocido, que todo aquello fue un sueño, pero lo cierto es que ocurrió, y algunos vivimos para contarlo. Una de las víctimas de la banda terrorista, el joven socialista vasco Eduardo Madina, que perdiera una pierna al estallarle una bomba que había adosado ETA debajo de su automóvil, escribía una columna de opinión en el mes de marzo en la que, entre otras cosas, decía: “ETA no empezó con el primer disparo de pistola, sino con las palabras que describían un sueño de purificación nacional”. Un sueño que, en palabras de una destacada etarra, María González Katarain, Yoyes, tenía la obligación de implantar en Euskadi “un deber de uniformidad”. Curiosamente, Yoyes sería asesinada “por traidora”, por un miembro de ETA delante de su hijo en un parque público.
En estos momentos, cuando estamos conociendo el final de una banda terrorista y asesina como fue ETA, tras 59 años de plomo y muertes algunos pretenden escribir otra historia, endulzar la cosa, pero a los que conocimos la verdad no nos engañarán nunca. Atrás quedan grandilocuentes frases de los etarras, como “liberación del pueblo vasco”, “lucha armada”, “conflicto vasco”, “txakurras”, con las que intentaban justificar su barbarie. No tuvieron el menor reparo en matar a cientos de personas intentando conseguir sus fines, pero al final la democracia los ha derrotado.
Mañana, cuando ya no exista oficialmente como tal organización, será el primer día del resto de esta historia. Aparte de pedir perdón, deberían contar lo mucho que saben para esclarecer muchos crímenes. Es lo mínimo que se le puede pedir a un ser humano con sentimientos. Si es que alguna vez los han tenido…
Conrad Granado